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RELATOS

 

Aquí podéis leer dos relatos.

El que lleva por título "Apología de Polícrates" está incluido en Helénicas, y consiguió el X Premio de Relatos Unicaja Juan José Relosillas, en Málaga.

El que se titula "De pájaros y de hombres", incluido en El filósofo impaciente, fue galardonado con el accésit en el X Concurso  de Relatos Leopoldo Alas Clarín, en Quintes, Asturias.

DE PÁJAROS Y DE HOMBRES

 

SOLÍAMOS QUEDAR AL amanecer. Siempre en el mismo lugar: un olivo viejísimo, cercano a la carretera que comunicaba Illana con Canizo y los pueblos del sur. Las ramas de aquel árbol nos proporcionaban seguridad, tranquilidad, y su tibio cobijo hacía que nos olvidáramos, por unos momentos, del frío cortante que los vientos acercaban desde las cumbres nevadas de la sierra de Gredos. Mientras esperábamos a que llegaran todos, los más madrugadores nos quedábamos acurrucados unos junto a otros, sin dejar de mirar cómo el sol, a lo lejos, trepaba por encima de las casas del pueblo y calmaba lentamente con su calor nuestra tiritera.

Yo estaba nervioso. Aquel día tenía que demostrar que era el mejor, que ninguno podía superarme en destreza y valentía. Pero uno de los nuevos me inquietaba. Solo había competido las dos últimas veces y, durante su exhibición, nos había dejado con el pico abierto.

Se trataba de Mik, un jilguero de poca monta que hubiera dejado con hambre al gavilán de haberlo atrapado con sus garras. Por sus hechuras —flaco, de ojos entornados y ligeramente cojo—, nadie hubiera dado un cañamón por él. Cuando volaba, sin embargo, su cuerpo surcaba el cielo con tal maestría que la mayoría pensaba que tan asombrosas acrobacias acabarían, tarde o temprano, por proporcionarle la gloria. Nada tenían que envidiar sus loopings y sus picados a los que realizaba en combate el barón alemán Manfred von Richthofen durante la Primera Guerra Mundial. Más que valiente, Mik era un temerario sin parangón. Fue por ello por lo que Sansón, el cuervo, propuso una apuesta.

Sansón había sido en otro tiempo el mejor volador. Sin embargo los años no lo habían perdonado y no había tenido más remedio que ceder su corona a los más jóvenes. Sansón no era trigo limpio; bien conocíamos sus fechorías y malas artes. Con aquella propuesta envenenada perseguía, en el fondo, una venganza de las suyas contra las nuevas generaciones que lo habían relegado a un segundo plano.

Sobre mi cabeza, yo lucía la corona de campeón. La habían confeccionado, con tallos de espiga, las mañosas cigüeñas que vivían en el campanario de la iglesia de Illana. Trabajo me había costado llegar a lo más alto: horas y horas de entrenamiento y dietas estrictas para conseguir, la semana anterior, ser el mejor. Fue una lucha despiadada contra el escuchimizado jilguero que a punto estuvo de arrebatarme el primer puesto. En nuestra categoría solo participábamos los cuervos, los gorriones, los jilgueros y las palomas.

Yo era un gorrión joven, de la pollada del año anterior. Mis padres estaban orgullosos de mi triunfo. Siempre venían a verme competir, a pesar de su preocupación por el peligro que corría. Nunca olvidaré sus miradas mientras Amaya, la veterana golondrina que fuera proclamada ganadora en la máxima categoría años atrás, me cubría la cabeza con la pequeña corona. En aquel momento, yo fui la más feliz de las aves.

Sin embargo la gélida mañana en que esperaba encaramado en la rama del olivo junto a mi entrenador Lubo, el palomo blanco, me encontraba nervioso, como si presintiera algo terrible. El pico me castañeteaba y solo yo sabía que no era únicamente por el frío. La apuesta que había planteado el cuervo —y que había sido aceptada por una decena de pájaros de nuestra categoría, incluidos el jilguero y yo— era demasiado arriesgada para aves sin tanta pericia natural como las golondrinas o los vencejos. Pero no fue a estos a los que el siniestro Sansón lanzó el envite, porque no eran ellos el objetivo de su taimada venganza.

Las pruebas más osadas en las que solíamos competir consistían en hacer cabriolas delante de los coches que circulaban por la carretera comarcal. Cuanta más velocidad llevara el coche, tanto más puntuaba el jurado; cuanto más tiempo volaras delante del parabrisas, tanto mejor para tus aspiraciones; cuantas más piruetas realizaras en esas condiciones, más cerca de la victoria te encontrarías. Te jugabas la vida a cada instante. Muchos, por un error de cálculo —o bien porque el coche hubiera realizado un repentino quiebro o un brusco cambio de velocidad, o quizá porque una traicionera ventisca se hubiera levantado—, se habían estrellado y su cuerpo había acabado tirado, muerto o malherido, sobre el asfalto. Además, la mayoría de los vehículos que por entonces circulaban eran militares —camiones, sobre todo— que trasportaban milicianos armados que podían dispararte si te ponías a tiro. Cosa que, evidentemente, tenías que hacer si querías obtener una buena puntuación y optar al primer premio. Por suerte, los milicianos que viajaban en los camiones solían reprimir sus instintos asesinos porque sus superiores les reprendían por malgastar munición. A pesar de ello, algunos disparaban. Una de aquellas balas mató a Senia, una perdiz que voló demasiado tiempo en paralelo al camión. Aunque sea desagradable contarlo, los milicianos pararon el coche y la recogieron para echarla en el potaje.

Por fin, llegaron los otros. Los diez pájaros que habíamos aceptado el desafío del malvado cuervo nos miramos de hito en hito. Había quienes nos consideraban imprudentes, sobre todo nuestros familiares y amigos. Sin embargo aquella era nuestra vida: no podíamos existir sin el riesgo de la competición. A lo lejos, vimos a los milicianos y supimos que la hora había llegado. Mis padres y hermanos no podían disimular su temor. Amaya, la golondrina, hizo una señal y echamos a volar en dirección al pueblo.

Llegamos con prontitud, antes de que los humanos apare-cieran tras la ermita. Los diez convinimos en que nuestra atalaya sería su coqueto campanario. El jurado y el público se situaron sobre el tejado de una casa, enfrente de la pared adonde llevaban a los prisioneros. Desde allí tendrían una vista perfecta de nuestras osadas demostraciones. Pude ver al cuervo, que parecía sonreír entre la concurrencia, y las plumas se me erizaron.

Aquella mañana eran quince los condenados: siete terratenientes, cinco políticos, dos mujeres y el cura. En el pueblo, todos sabíamos quién era quién. Tenían la mirada perdida y caminaban como autómatas, con las manos atadas a la espalda, en fila, flanqueados por el pelotón. Nosotros estábamos preparados, mirando la espeluznante escena desde nuestra posición cenital. Yo saldría el último, tras el jilguero. Eso me daba cierta ventaja. La lógica concesión al campeón vigente.

Los milicianos fusilaban a los prisioneros de uno en uno. Varios de los que aguardaban su turno se hacían sus necesidades encima. A veces, a más de un condenado le daba un ataque al corazón y no hacía falta llevarlo al paredón. Esa mañana, el primero en ser ejecutado fue uno de los políticos, que era dirigente provincial de la CEDA. Uno de los milicianos lo situó delante de la pared —que ya no parecía blanca— y le vendó los ojos. El hombre comenzó a temblar. Los miembros del pelotón tomaron posiciones, esperando las órdenes de su superior.

Flavio, un palomo joven, emprendió el vuelo. Él era quien debía iniciar la prueba. Voló en círculos, tomó altura y, después, hizo una serie de acrobacias para entrar en calor. Abajo, el mando se preparaba para dar la orden. El palomo tenía que calcular perfectamente el momento oportuno; sus ojillos estudiaban la escena desde el cielo y aguzaba sus oídos para captar la voz del mando. Este se dejó oír; tenía una voz estentórea, carrasposa y brutal.

—¡Carguen armas!

El palomo se lanzó en picado.

—¡Apunten!

Se acercaba a mucha velocidad, con las alas perfectamente estiradas hacia atrás.

—¡Fuego!

La descarga retumbó en el pueblo. El hombre se desplomó. Y Flavio había logrado que ninguna de las balas lo hiriera. Sin embargo su vuelo entre el condenado y el pelotón no había coincidido exactamente con la descarga y el hecho de que el riesgo fuera menor hacía que el jurado rebajara la puntuación total.

Al ver la actuación del palomo, me di cuenta del enorme peligro que encerraba aquella prueba. Miré al cuervo, allá abajo, y dudé entre seguir adelante o tirarme a por él para sacarle los ojos a picotazos. Me volví hacia el resto de mis compañeros, pero ninguno dijo nada. Yo tampoco me rajé.

Tras Flavio, actuaron los siete siguientes. Todos salvaron la vida. Dori, un simpático cuervo que en nada se parecía al vil Sansón, había obtenido la máxima nota, con un vuelo escrupulosamente sincronizado con la descarga que había acabado con la vida del cura. La increíble pericia de Dori había logrado que solo una bala le rozara el ala izquierda. Ese percance no le impidió alejarse de aquel infierno y remontar el vuelo, con una sonrisa en el pico, hasta el tejado en donde el público lo recibió con una sonora ovación.

Solo quedábamos él y yo. El jilguero me dijo con aires de superioridad:

—Mira, gorrioncillo, lo que es volar.

Y despegó.

Abajo, era el turno de uno de los terratenientes. Negó con la cabeza cuando el miliciano le quiso vendar los ojos y este buscó con la mirada a su superior, quien permitió el desplante. El terrateniente no quería perder de vista a aquellos que lo mataban; deseaba mirarles a los ojos en el último instante y reservar su último aliento, tal vez mientras su cuerpo se fuera derrumbando, para descubrir el asesino gesto de aquel que mandaba fusilarlo.

Mik, el jilguero, iba a por todas. Ya había sido una vez segundo. Era la oportunidad para lograr su primera victoria y empezar a codearse con los mitos alados cuyas gestas retenía en la memoria. Para ello, buscó un golpe de efecto que el jurado no pudiera desestimar. Los milicianos no entendían por qué había tanto pájaro loco volando por el paredón.

—Son pájaros de mal agüero, qué si no —se decían.

Pero habían seguido a lo suyo, a pesar de considerar extraño nuestro comportamiento. Lo que nadie esperaba —ni los humanos ni nosotras, las aves— era que, justo antes de que el mando ordenara la descarga, Mik se lanzara en picado, pasara entre los máuseres y, después de dibujar dos elegantes loopings, se posara suavemente sobre el hombro del inculpado. Este, con las manos atadas a la espalda, giró el cuello y observó, alucinado, a Mik. Los ojillos del jilguero no estaban entornados esta vez, sino muy abiertos. Sin pestañear, le mantuvo la mirada. El mando suspendió momentáneamente la orden de disparar, suponiendo que aquella ave estúpida no tardaría en huir. Pero el jilguero no tenía intención de abandonar el hombro del terrateniente y seguía mirándolo fijamente a los ojos. El mando, previendo el peligro que corría, trató de asustarlo a base de palmadas y de voces. Mik ni se inmutó. El terrateniente entonces le dijo que se fuera y, como no consiguió su propósito, le sopló y le escupió para lograr que huyera y salvara la vida. Mik continuó en su sitio; parecía que nadie podría alejarlo de allí.

Fue entonces cuando empezó a cantar. Sus bellos y variados trinos se extendieron por el pueblo, contrastando con el olor a muerte y odio que emanaba de todos sus rincones.

El mando no tuvo más paciencia. Ordenó al pelotón que apuntara. Después, dijo a media voz:

—Procurad no dar al pájaro.

Y luego, gritó:

—¡Fuego!

Yo sentí la descarga en mi corazón. Vi cómo el mando se acercaba, después, al terrateniente y le daba con su pistola el tiro de gracia. A continuación, se acuclilló y recogió a Mik, que aún seguía mágicamente anclado al hombro del cadáver, aunque ya su garganta no emitía canto alguno. Se lo llevó en sus manos y se lo enseñó, con aire circunspecto, a sus subordinados.

—Os dije que tuvierais cuidado.

Inesperadamente, el mando suspendió los fusilamientos, a pesar de que todavía permanecían con vida varios prisioneros.

—Mañana será otro día —masculló, cariacontecido.

Durante varias horas, no hablamos más que del inopinado gesto del jilguero. Evidentemente había ganado, a pesar de que yo no hubiera llegado a concursar. A mediodía, mientras seguíamos comentando la misteriosa heroicidad de Mik, escuchamos unos cañonazos cercanos. Las tropas rebeldes atacaban el pueblo, apoyadas por la artillería y la aviación. Los republicanos no tar-daron en claudicar. Esa misma tarde, los nacionales tomaron Illana y libertaron a los prisioneros que estaban en la cárcel. Entre ellos se encontraban los que por la mañana habían salvado milagrosamente la vida. En el momento en que se abrazaban entre sí, soldados del bando vencedor conducían a las celdas a los nuevos cautivos. Entre los milicianos apresados, estaba el sargento que ordenaba las ejecuciones matinales. Los liberados lo insultaban y lo amenazaban con cortarle el cuello.

A lo lejos, encaramado en el alféizar de una ventana, descubrí a Sansón, que parecía proponer algo a Amaya, la golondrina que era presidenta del jurado. Ríos de adrenalina corrían por mis venas. A la mañana siguiente, a buen seguro, algunas valerosas aves volveríamos a jugarnos la vida en el paredón.

APOLOGÍA DE POLÍCRATES.

 

NO SÉ, ATENIENSES, qué pensaréis cuando hayáis terminado de oír mi relato. No pretendo hacer una defensa de mis actos ni conseguir ablandar vuestros corazones para disminuir el castigo. Lo único que persigo es avisaros de ese mal contra el que nada se puede hacer, contra el que los dioses se muestran indefensos y entran en locura, y que, como bien sabéis, hasta la guerra más famosa entre griegos se libró por su causa. Cuidaos, venerables miembros del Areópago, del amor hacia las mujeres y, sobre todo, si ese amor es inapropiado, si es un amor imposible. Huid, huid aprisa, sin mirar atrás, sin escuchar su canto perverso, como aquel que oyó el intrépido Odiseo atado al mástil. Acudid a las representaciones de Eurípides, el célebre poeta que nos advierte en sus tragedias de este terrible peligro al que estamos sometidos los hombres.

Esa pasión que, no os equivoquéis, atenienses, también dormita en vuestras entrañas, un día despertó con toda su furia en las mías y, como un caballo desbocado, me llevó al precipicio sin poderlo remediar. Y he de aseguraros, nobles ciudadanos de Atenas, que lo intenté hasta mi último aliento, hasta la última gota de sudor, hasta la última lágrima de mis ojos y hasta el último dolor de mi alma.

La conocí una noche del verano pasado, en el burdel Las Troyanas de El Pireo. Algunos amigos míos insistieron en acudir a ese lugar, conocido ya en medio mundo, para terminar la fiesta que habíamos iniciado, muchas copas de vino antes, en casa de Hipias, el hijo de Antístenes, del demo de Tórico. Apenas podíamos tenernos en pie mientras subíamos las escaleras de la entrada, apoyados en varios esclavos musculosos que nos recibieron al llegar, en cuyos negros rostros destacaban unos ojos blancos y brillantes como luceros. Después debí de perder el conocimiento, pues no recuerdo cómo llegué a una de las habitaciones, donde, a mi lado, estaba ella, también recostada en el lecho, mirándome fijamente mientras jugueteaba con los rizos que me caían por la frente. Sonrió; parecía complacida de que hubiese recuperado la conciencia, pero no dijo nada; continuó revolviéndome el pelo con los dedos, esperando a que yo reclamara sus favores, como si el tiempo no contara. El universo se detuvo, efectivamente. Paralizado, continué mirándola no sé cuánto tiempo más. Sus dedos entre mi pelo, sus ojos grises muy abiertos me hechizaron, lo supe enseguida.

A partir de esa noche, todo en mi vida cambió. Sólo pensaba en volver a estar con ella. Gasté muchos ahorros en noches de placer a su lado. Le confesé mi amor, pero siempre sonreía y negaba con la cabeza, lentamente, sin malicia, aunque con frialdad. Seguía esculpiendo tirabuzones en mi pelo, y yo me volvía loco al pensar que sólo podría tenerla de ese modo junto a mí, de vez en cuando, y siempre pendiente del primer canto del gallo, del primer rayo de luz.

Cada vez me encontraba peor: apenas probaba bocado y no lograba dormir. Una de las pocas veces en que lo conseguí, soñé que Casandra me amaba. Me recibía, como siempre, tumbada en su lecho, con su túnica azul transparente; pero esta vez saltaba de él y corría a abrazarme, me comía a besos y me rogaba que la llevara lejos de allí. No os podéis imaginar, atenienses, lo feliz que fui buscando entre mis pensamientos algún lugar remoto adonde viajar con ella. Desdichadamente, me desperté, y la felicidad se transformó en pesadumbre. Después de llorar como un niño, comencé a meditar sobre el sueño que había contemplado, mientras me vestía para encaminarme, de nuevo, a desembolsar otra buena suma de dinero en Las Troyanas. La realidad nada tuvo que ver, como temía, con el sueño visto. Para mi desgracia, la velada transcurrió igual que siempre.

Amanecía en el puerto de Cántaro, donde los comerciantes, venidos de todos los rincones del mundo, descargaban ya sus mercancías en el mercado. Me detuve un momento a curiosear, antes de volver, bordeando los muros como otras veces, a Atenas. Se podía encontrar casi de todo, igual que en nuestra ágora: clepsidras —similares a la que hoy mide mi tiempo—, sandalias, liras, cítaras, cuerdas, piel, madera, higos, crema de miel y leche, abejas en larva, mirto, jacintos, queso de Beocia, vinos de Tasos, opio, beleño, gallinas vivas, rayas, salmonetes, mejillones, tordos marinos... Me interesaron especialmente algunos libros que vendía un comerciante de origen egipcio. Sabía hablar en griego, y casi todas las obras estaban escritas en nuestra lengua. Allí había una Odisea; una Ilíada; dos tragedias de Sófocles; un tratado de Hípaso de Metaponto, el pitagórico maldito; otro de Hipócrates, titulado Sobre las enfermedades de las mujeres... Sin embargo, el rollo más voluminoso era uno que tenía en la etiqueta el título en persa. Pregunté al comerciante el significado y, en un griego impecable, me dijo: «El título de esta magnífica obra de un científico persa que sirvió al Gran Rey Darío, cuyo nombre era Cumas, es Sobre los sueños, una obra muy interesante que...».

Dejé de oír cómo seguía alabando la obra con el fin de vendérmela, y me apresuré a desatar el cordel y desenrollarla. Todo estaba escrito en esa lengua bárbara, tan incomprensible para nosotros, los griegos. Le pregunté el precio, y me respondió: «Cinco dracmas, un verdadero regalo», frotándose las manos por hacer un buen negocio tan temprano. Era mucho dinero para mi maltrecha economía, y pensé que podría regatear un poco. Quise estar seguro de que decía la verdad y, después de un rato de búsqueda, encontré a un joven comerciante persa que sabía leer, a quien arrastré hasta el puesto del egipcio. Allí, frente a él, tomé el libro y le pregunté sobre qué tema versaba. «Es un libro sobre los sueños, señor», me dijo el pobre muchacho, muerto de miedo. «Te daré dos», le ofrecí al egipcio. Pero éste se había percatado del interés que el libro despertaba en mí, y sólo conseguí que lo rebajara a cuatro dracmas. Pagué el dinero refunfuñando y me fui corriendo hasta el ágora. Allí solía presentarse, a mediodía, mi amigo persa Artafrenes, quien, como sabéis, lleva muchos años viviendo en nuestra ciudad, a la que llegó huyendo de sus compatriotas. El viejo Artafrenes es un hombre amable, distinguido, muy hospitalario y, sobre todo, extremadamente culto. Aceptó de buen grado traducir el libro y dármelo por escrito en unos pocos días. Cuando tuve ante mí la obra, la devoré inmediatamente, retirado en mi casa, oyendo la lluvia repiquetear en el tejado y las calles.

El libro comenzaba con una cita de Decatrio, un supuesto filósofo griego de Marsella, que decía, si la memoria no me falla, algo así: «Veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten para distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito; y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo, cuando creo estar, en este momento, escribiendo estas líneas». Después, había varios capítulos donde se analizaban diversas teorías sobre la naturaleza de los sueños. Una segunda parte que relacionaba los sueños con la muerte y negaba la independencia de esas dos realidades. Y lo que me dejó anonadado fue el apéndice final, titulado: «Descripción de la técnica para el dominio de los sueños». Allí se explicaba, de una manera sencilla, cuál era el procedimiento para poder soñar lo que uno quisiera, voluntariamente. Sin esperar un instante más, lo intenté. Y, atenienses, pude sentir el amor de Casandra, sus caricias cálidas mientras paseábamos de la mano por la orilla del Iliso, sus besos dulces frente a la fachada oeste del Partenón, nuestra casa llena de sirvientes, nuestros dos hijos, Medea y Licón, correteando por el aulé... El secreto de mi felicidad había estado escondido en aquella desconocida obra persa, y sólo la casualidad la había llevado a mis manos. Probé muchas veces más y siempre conseguía soñar lo que, antes de dormirme, mi voluntad indicaba. Era como un poeta, que tiene en sus manos el destino de los personajes que crea. Pero yo era, al mismo tiempo, personaje y autor; y la historia que yo imaginaba era la historia que yo vivía, siempre en compañía de mi enamorada Casandra.

Desde entonces, viví para soñar. Me pasaba el tiempo dormido y sólo me levantaba para satisfacer las necesidades puramente biológicas. Era como si la realidad, ahora más breve, fuera el sueño; y éste, la realidad.

Pero, no sé por qué, un día me propuse, al despertarme, ir a Las Troyanas. Pasé una noche más con Casandra, a la que no reconocí, pues ya me había acostumbrado a la de mis sueños. Salí a la mañana siguiente contrariado, porque seguía existiendo otra Casandra que no me quería y sólo deseaba mi dinero. Apenado, corrí hasta mi casa y allí volví a utilizar la técnica persa para regresar con ella y quitarme así el mal sabor de boca.

Durante mucho tiempo estuve en esa situación. Algo interior me impulsaba a, de vez en cuando, visitar Las Troyanas, como si esperara que pudiera producirse el gran salto, que el sueño se prolongara fuera de él. Sin embargo, nada cambió: existían dos Casandras igualmente bellas, igualmente reales; pero sólo una me hacía feliz, mientras que la otra me sumía en la desesperación. ¿Qué podía hacer yo, atenienses? Seguir disfrutando en sueños pero sufrir fuera de ellos, me pareció insoportable. Por eso, eliminé lo que me impedía ser totalmente afortunado. La maté una de aquellas noches en que se quedaba mirándome en silencio, con su sonrisa encantadora y a la vez fría y distante, después de haber hecho el amor. Me deslicé como una serpiente por las escaleras interiores, pero cuando creía que nadie me había descubierto, alguien me llamó por mi nombre y fue entonces cuando salí huyendo.

Los arqueros escitas me despertaron a la mañana siguiente, cuando estaba en mi lecho soñando con, entonces ya estaba seguro, la única Casandra que existía. Allí, acompañándolos, estaba la bella hetaira Lisímaca, la testigo que me había visto abandonar precipitadamente la habitación donde halló el cadáver de Casandra. Ahora, esta mujer está frente a mí, mirándome con ojos llenos de rabia y dispuesta, bien lo sé, a arrancarme la piel a tiras.

Pero no sólo se lo digo a ella, sino a todos los que sienten lo mismo que Lisímaca: Casandra sigue existiendo cada vez que yo duermo. Yo maté sólo a la frívola, a la que no me dio su amor. La buena esposa, amante de su marido y excelente madre de nuestros tres hijos —hace poco tuvimos a Fedra, una niña preciosa— sigue viviendo; ahora me espera en casa, preocupada por lo que me pueda pasar en este juicio. Por tanto, meditad lo que vais a hacer, ilustres areopagitas, y elegid bien la pena que merezco, ya que sólo se trataba de una mujer, no muy respetable, y lo que queda de ella es una mujer decente, la que veo en mis sueños. No me importa atravesar el Aqueronte, pero reflexionad, atenienses: si me matáis a mí la matáis a ella, porque no existirá más si yo no vuelvo a soñarla de nuevo.

 

Aquí mi próximo relato

Érase una vez...

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